Nos vemos mañana –dijo Pink, y cerró la puerta. Mil ideas de en casa a solas brincotearon en la cabeza de Blues. Miró su reloj y le quedaban aún muchas horas de sábado. La figura de Pink desaparecía de su vista desde la ventana, y las imágenes de lo qué hacer se sucedían como cromos de lotería: la compu y el Internet, el lienzo y los colores, las pelis nunca vistas, el micrófono, los discos de vinil, los disfraces en el baúl; todo tan antojante en la inusual ocasión.
Y es que Blues no podía cuantificar el tiempo que llevaba sin estar así, un sábado a solas en casa. Sin descuidar la ventana contempló el gran trozo verdoso del cerro y el contraste blanco azul del cielo y sus ovejas, miró a la par su caída en el desánimo reflejada en el cristal, había perdido de pronto el ímpetu de andar y devorar la tarde. Transcurrieron quizá un par de horas en el ocio de mirar las palomas y encendió la PC para revisar su e-mail y sin casi haber leído abandonó el cuarto y también la idea de cantar viejas canciones de Gershwin.
El letargo se mudó al sofá compañero de otra ventana donde se asomó un cielo distinto, uno completamente gris. –Lloverá –pensó. Ocurrió así la inmovilidad en que ignoró los gruñidos de su estómago, el timbre del teléfono, el monitor encendido, el lienzo virgen, las vueltas del minutero y todas las consignas. Cerró los ojos y se vio flotando boca arriba en un líquido oleoso y negro como petróleo; su cuerpo giraba a treinta y tres revoluciones por minuto, no, a cuarenta y cinco y cada vez más rápido, se hallaba en el ombligo de un tremendo vórtex. –Iñaki, el pez dorado –musitó. El solitario despertó boqueando. Era una fría madrugada de domingo.
Peluzo |
El letargo se mudó al sofá compañero de otra ventana donde se asomó un cielo distinto, uno completamente gris. –Lloverá –pensó. Ocurrió así la inmovilidad en que ignoró los gruñidos de su estómago, el timbre del teléfono, el monitor encendido, el lienzo virgen, las vueltas del minutero y todas las consignas. Cerró los ojos y se vio flotando boca arriba en un líquido oleoso y negro como petróleo; su cuerpo giraba a treinta y tres revoluciones por minuto, no, a cuarenta y cinco y cada vez más rápido, se hallaba en el ombligo de un tremendo vórtex. –Iñaki, el pez dorado –musitó. El solitario despertó boqueando. Era una fría madrugada de domingo.
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