Utilizaba el tenedor incorrecto, la ensalada era abundante y colorida y el aderezo muy vistoso, como un acrílico contenedor de esferitas de óleo color cereza; pequeños planetas colisionando en el agrio espacio. Coloqué los crutones a la par que el viejo porque supuse que así debía ser; de lo poco que deseé imitarle. Tomé el cubierto correcto y listo, pensé, lo estoy complaciendo, aunque con ello no borré del todo mi incomodidad. –Hace usted una muy buena elección, Señor, es un vino muy adecuado. –había dicho aquel cretino del Green Gardens después de que yo colocara mi diestra sobre la copa que él pretendía rellenar, –un tinto robusto del África Austral, _enfatizó. Oiga, –le dije amablemente, –deseo un poco más de agua mineral. El sujeto soltó una risita en staccato sin casi despegar los labios, un argentino de mierda con pinta impecable. –¿Aguardo su siguiente elección, caballero? –preguntó el imbécil al viejo quien no apartó su vista del menú, yo en tanto hacía discretos malabares con los ojos para imitar también el comportamiento en las mesas contiguas y sé que el argentino me observaba a través de los espejos del salón y que jamás se dirigió a alguien más que al viejo, bueno, a sus anteojos de diseño; al llamativo reloj de oro; al blanco sin mácula de su camisa de confección tal vez divina.
El servicio volvió y el tipo sirvió más del vino al viejo que seguía sin decir palabra y luego rellenó mi copa de agua con el descuido de verter destapacaños en la boca de una tarja. Ignoro cómo entendió la muda petición del viejo, asintió con la cabeza y se marchó con su risita insultante. Pude haberle hecho comer la servilleta pero estaba hambriento y decidido a no perderme el postre. Mi camisa me sentaba bien, idéntica a la del viejo pero un par de tallas mayor. Blanquísima, de diseño peculiar, fino y con un perfume que da no cualquier hilo. Y en un segundo, ¡diablos! con una gotita del óleo rojizo alojada justo encima del pezón. La camisa más divina y elegante en el mundo intervenida así por un bálsamo grasiento. Discretamente humedecí la servilleta en agua mineral y la froté sobre la gota, pero ésta ni palideció; había teñido rápidamente la tela hasta sus entrañas, adherida orgullosa como un conquistador en tierras vírgenes. Supongo que el viejo observó mi plato intacto.
–¿Por qué no comes, Edgar? Anda, acompáñame que no debe tardar tu servicio.
Eso dijo con voz gastada y profunda, una voz de balido que sólo utiliza cuando estamos solos. Así que tomé el tenedor de nuevo –la gota invadiendo de rojo un poco más el blanco tejido– y degusté los trozos de nuez, las esferitas de vinagre y la albahaca y los montículos de sus vértebras expuestas y la salinidad de su apenas sudor que es tan agrio como zumo de ajo o vinagreta que al probar hace apretar los ojos y eriza los vellos de los brazos.
–Querido, más despacio, un bocado a la vez.
Ilustración: "Mi corazón en un tenedor"
Jessica Bazán Benñitez
Acrílico y grafito sobre tabla. (2010 España)